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Domingo, 08 Abril 2018 17:55

La Hija de Alzheimer

Escrito por  Sebastián Martín Recio - Médico de familia

la hija de alzheimer

Un día comienzas a sentirte angustiado fuera de tu casa porque percibes el miedo de no encontrar el camino de regreso acertadamente.

Conversas con los amigos y en varias ocasiones no encuentras la palabra adecuada, la tienes en la punta de la lengua; te ayudan los demás a terminar la frase, porque tú sabes qué quieres decir, pero realmente parte del vocabulario se te ha escapado de las manos. Andas así, desorientado un poco, extrañado entre las calles de siempre, intentando cazar los nombres de las cosas como si fueran moscas al vuelo, y encuentras casi por casualidad el portal de tu casa. Ella te abre la puerta con una sonrisa y llegas por fin al comedor de tu hogar. Allí te quedas tranquilo; el olor familiar, la luz tenue del salón, la voz de los tuyos y hasta la propia televisión, te rodean amigablemente de una entrañable seguridad.

Otro día, sin quererlo ni esperarlo, vives la fatalidad de perderte. Vagamente las fachadas te parecen similares a las de tu barrio, no sabes ya cuál es la dirección correcta y solo eres consciente de que estás en un laberinto interminable, y lo que más trágico te resulta es la enorme indiferencia de la gente hacia ti en esos eternos momentos de desorientada desazón. Una mano suave coge la tuya y oyes un sollozo de alegría mientras te abrazan. Te han encontrado, te andaban buscando y por fin te han encontrado. No sabes si llorar, porque llevas en la cabeza un mar de confusiones, y cuando te digo un mar es un mar sin horizontes, imponente, oscuro, agitado, helado.

No te perdonas al principio el fallo de la memoria, porque siempre habías tenido una portentosa capacidad para recordar las cosas con el mínimo detalle. Pero eso es nada.

Un día, en medio de la calle, alguien te saluda con bastante confianza y te quedas perplejo. No tienes el gusto de conocerle. Haces un esfuerzo brutal, como si quisieras exprimir todo tu cerebro igual que una naranja para que salga el maldito recordatorio que te alumbre la identidad de tu acompañante, y no lo consigues. Lo ves alejarse mientras te mira sorprendido, quizás con desagrado hacia ti porque tu turbación la interpretó como una desconsideración hacia su persona; parece decir, “mira, ni siquiera se ha acordado de mí, con la de veces que hemos hablado juntos, que nos conocemos desde hace años, vaya desaire”.

Pero eso es nada. Un día te resultan desconocidos casi todos los rostros que te rodean. Es una sensación de soledad absoluta, aún estando entre ellos, no sabes quiénes son. Y ves junto a ti rostros estupefactos, algunos niños se ríen, otras personas lloran, todos te cogen suavemente por el abrazo como si quisieran servirte de apoyo. Te llevan al sillón y se quedan mirándote como si fueras otro, no saben cuánto te duele que te sientan como otro, que seas otro...

Puede que, sin darte cuenta cómo ha sido, notes un calor húmedo entre las piernas; te tocas con las manos y tienes la impresión de que esa mancha mojada es tuya... Entre vagas sensaciones has vislumbrado que te has orinado. Te lo confirma esa frialdad resultante al pasar sólo unos minutos. Dios mío, no sabes realmente lo que ha pasado y, entre unas nebulosas de atormentada timidez, muere estrangulado ese prurito de intimidad personal que tanto habías defendido. Ya estás adaptado, has asumido con una inocencia de circunstancias que en esa región tan pudenda ya pueden entrar más gente a tocar, mientras tanto tú finges una rígida indiferencia.

Un día, al fin, te encuentras jugando al trompo, el maestro te llama la atención porque te has salido de clase sin pedirle permiso, amenaza con castigarte y tú sales corriendo. En esa fuga sin retorno vas menguándote, encuentras aquella pelota de tu infancia y le das cuatro patadas, has roto el cristal de una ventana, tras ella mira una vieja mala, te asustas, sigues corriendo y encuentras la cuna. En la cuna estás boca arriba con unos pañales puestos, te has hecho pis y también te has hecho caca. Varias personas te están limpiando el culo, pero ya no te importa tanto. No ves a tu madre, lo que te provoca un enorme disgusto y sientes miedo. No quieres que vean tus partes íntimas, pero sientes el discreto placer de una manopla llena de agua enjabonada. Te entran ganas de llorar para que te den el chupete, recuerdas cuando te daban el pecho... Y cada instante es un paso más en unas aguas pantanosas donde tus esfuerzos por salir son inútiles, y vas hundiéndote poco a poco.

Y ya, con el barro espeso y negro al cuello, en el último momento antes del último suspiro, tu madre te coge la mano, tu madre que es tu hija.

Sebastián Martín Recio - Médico de familia

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