Lo mismo ocurre en la vida. El desierto nos resulta un espacio desolado, pero también el lugar de encuentro con uno mismo. La historia sagrada nos muestra el desierto como ámbito para la reflexión más profunda; ahí quedamos desnudos, inmersos en el ayuno, frágiles como cuerpos y fuertes en el pensamiento. El desierto es la travesía necesaria del perdedor, la purga impuesta por el error cometido y también el silencio indiferente de los demás ante la prédica que clama comprensión.
Nos ha hecho el desierto una especie resistente envuelta en ropajes para evitar el azote del viento de la vida. Y la arena, tan limpia como fina, a veces acaricia suavemente nuestra piel y otras la sacude en mil latigazos invisibles, igual que el amor hace reír o llorar, disfrutar o morir. Y también nos ha mostrado el rostro de la escasez, de la sequía, de las maldiciones convertidas en lagartos, serpientes o escorpiones. Y asomando el perfil del horizonte nos ha enseñado el valor de la giba para el dromedario y el de la textura del cactus, ambas sinuosidades naturales hechas para almacenar el bien más preciado. Y, curiosamente, junto a una visión estática y monótona de su paisaje, ha conseguido aparecer en infinitas dunas tan variables y simultáneas como la realidad cuántica.
Pero, como tantas cosas, el desierto también es limitado, afortunadamente. Siempre habrá una cordillera que defina su comienzo, o un mar que determine el final de su territorio. Pero, sobre todo, lo que más nos hace pensar en las contradicciones de la vida son los oasis que aparecen salpicando la extensión ocre de la arena. Las palmeras y los árboles frutales surgen sorprendentemente en el desierto porque el agua brotó desde el acuífero oculto rompiendo el maleficio inhóspito, haciendo brotar la vida.
La rosa del desierto es a su paisaje como la respuesta a un enigma. Sale de las entrañas del mismo ser, después de un proceso donde se sedimentan las emociones, las culpas y expectativas, y se organizan buscando el sol, haciéndose ver como la misma vida. Es dura y frágil al mismo tiempo, igual que las piedras preciosas. Es múltiple, diversa, caótica y hermosa, pero asimismo surge para ser contemplada y para activar los sentimientos más hermosos.
Me siento con el corazón convertido en una rosa del desierto… Es así como se viven a veces los tiempos de soledad y desazón, cómo a pesar de todo, en lo más hondo del desierto íntimo brota una flor, llena de aristas cortantes, sí, pero una flor.
Sebastián Martín Recio - Médico de familia